André Schiffrin (hijo de Jacques Schiffrin, creador de uno de los más sublimes proyectos editoriales de todos los tiempos, la Bibliothèque de la Pléiade) publicó hace veintidós años un ensayo de elocuente título, La edición sin editores, con una cubierta que exhibía una imagen aun más elocuente: un libro cuyas páginas eran billetes de banco.
En la obra, Schiffrin alertaba de que la voracidad del capitalismo estaba sustituyendo el trabajo tradicional de la edición, una actividad que tenía mucho de altruismo, en una cadena de negocio, montada por grandes grupos de comunicación y dirigida en lo fundamental a engrosar, —sumando, sin más, la producción de libros a la industria del entertainment (prensa, cine, televisión, música, cine)— las cifras de negocio y la cuenta de resultados.
El editor, un artesano de la cultura, titular de pequeñas empresas de ámbito familiar, con el ánimo de lucro justo para garantizar su supervivencia y movido por la busca del talento y la construcción de un catálogo de calidad, fue suplantado por un ejecutivo formado en una prestigiosa business school, donde le imbuyeron de un mantra: es igual lo que se venda mientras el beneficio sea veinte, cincuenta, cien veces superior a la inversión.
Daño irremediable
Una estrategia muy complicada, claro, cuando lo que se vende son libros, en el contexto de una sociedad cada vez más iletrada y adocenada por la superficialidad digital. ¿El resultado? Un daño irremediable a los flancos más nobles de la profesión (el oficio, la sensibilidad, la devoción a la lectura, el amor a los libros) y la nula satisfacción de ambiciones tan espúreas.
Cuando Schiffrin publicó el ensayo, Amazon estaba en pañales pero el argumentario del libro, visto con la perspectiva del tiempo, era toda una profecía del que venía. La plataforma de autoedición de la compañía de Jeff Bezos, Kindle Direct Publishing, kdp, representa exactamente lo que Schiffrin denunciaba en el título de su libro de 2000: la edición sin editores.
Atribuyen (ignoro si con certeza o no) a Richard Burton un pensamiento, expresado en cierta entrevista cuando al actor, muy viajado a lo largo de la vida, le preguntaron de donde se sentía: uno es de donde tiene los libros, respondió.
Escuchar el original
Yo veo en tan hermoso argumento la relación umbilical entre el acontecer de nuestras vidas y los libros (pueden ser cinco, diez o trescientos), esos compañeros, algunos ya coloreados por el sepia del tiempo, que llevan años ofreciéndonos su cercanía y, de alguna manera, configurando la tela de fondo de la existencia.
Sólo del más fanático amor librorum nace el editor de raza, un espécimen que deposita en cada libro que fabrica el conocimiento y la sensibilidad de quien sabe, ante todo, escuchar.
El editor pregunta al original que un autor le confió qué libro quiere ser. En un fascinante diálogo entre contenido y continente, el editor habla con el original y, entre los dos, deciden el formato, la caja, la tipografía, el papel, la encuadernación, imagina o diseña una cubierta, colores, volúmenes, espacios, grafismos, imágenes, letras... El oficio del editor, heredero y depositario de una tradición milenaria, representa ante todo un acto de creación, único cada vez.
Autoedición es algo así como autocuración: supone que, al igual que no necesitaríamos médicos para la salud, tampoco precisamos de editores para hacer libros. El editor elige, olfatea el talento, percibe la calidad y decide.
Autoeditar es la más pura negacion de la edición: todo vale, nadie supervisa ni selecciona nada: es la artesanía del intruso, la quintaesencia de la osadía. Pero, ¿que más da mientras se venda? Bailad, bailad malditos.